Los emperadores Licini y Constantino en asambleas festejadas en Milán en el mes de febrero del 313 establecen que “a todos y cada uno de los súbditos, incluidos de manera expresa los cristianos, se les autoriza a proseguir libremente la religión que mejor les pareciese”. Se superaba el decreto con el que Galeri unos años antes aceptaba a los cristianos.
Este año festejamos el décimo séptimo aniversario del decreto por el que los cristianos lograron vivir, sin parar de ser cristianos. Los emperadores Licini y Constantino daban este “Edicto de Milán”, uno para Oriente y otro para Occidente, y con él, los cristianos irían ascendiendo la escalera de los cargos en el Imperio. En verdad, uno de exactamente los mismos emperadores que concedieron el decreto al que hablamos, terminó siendo católico y concediendo a la Iglesia tantas donaciones que serían los cimientos del poder temporal que pasados los años tendría la Iglesia. Su madre que figura entre los beatos, santa Elena, sería una de la gente que ejercerían su influjo a fin de que pasados unos años, la religión que fue perseguida en un intento de ahogarla en sangre, acabara siendo la única opción religiosa que daban a sus súbditos los propios emperadores: nos nos encontramos refiriendo al decreto Cunctos Populos con el que el emperador Teodosio declaraba a la Iglesia Católica la única religión que podía seguirse en los dominios del imperio. En tres siglos se había pasado de ser una religión condenada, a ser la única apoyada desde nuestro poder civil, hasta el punto de quedar prohibidas el resto.
La atávica relación de la práctica de la medicina y los judíos se remonta, en parte, a la Edad Media en la península ibérica. Si bien la base de la ciencia médica en este periodo era de origen en grecia, los judíos supieron conjuntar el estudio de los contenidos escritos griegos y los compendios de empleo médico árabes y transformarse, en el transcurso de un periodo notable de tiempo, en referente primordial de la ciencia médica en toda la península y, por extensión, en el germen de la civilización médica en occidente. Quizás lo más importante es el cordobés Moisés ibn Maimon (Rambam o Maimonedes), muy célebre por sus contenidos escritos filosóficos, éticos y religiosos pero que se transformó en entre los médicos mucho más trascendentes de la narración de la medicina. Sus contenidos escritos, que toman de Hipócrates o de Galeno -pero asimismo de contemporáneos islámicos como Averroes- tratan patologías como el asma, neumonía o diabetes, se refieren a la vida saludable y son vanguardistas en temas de nutrición. Rambam fue el médico de Saladí y de toda la familia real. Pero antes que él, otros fueron médicos de enorme importancia histórica, como Ibn Shaprut en el siglo X.
La medicina se encontraba tan relacionada a los hebreos que, en verdad, en el siglo XII la profesión era ejercida prácticamente de manera única por estos. En un instante histórico de relativa tolerancia entre las tres etnias, todo el planeta que padecía una patología procuraba a un médico judío. La avidez de conocimiento, la concepción del hombre como un todo, la movilidad, la dispersión, el carácter poliglota y las conexiones de la red social, hicieron que fuesen los judíos quienes acabaran aglutinando el saber y la práctica médica. En el siglo XIV y XV, aun los reyes católicos, como Enrique III de Castilla, contaban con médicos judíos como Meir ben Salomon Alguadex -que compiló un recetario de los mucho más reputados médicos de su temporada- o su hijo Juan II, que fue tratado por el célebre Alonso Chirino, que era judío converso